En el mes de marzo, anterior a la Feria puertollanera, estaba muy inquieto. Toda mi obsesión era poder conseguir actuar en la Caseta de la entonces Calvo Sotelo; caseta que sin duda era, año tras año, la más esperada. Solía estar en la mitad del Paseo San Gregorio, zona de los pares, en la parte superior del mismo (ese lugar, pasados los años, se convirtió en el cine Imperial Terraza, de verano).
La Caseta solía mostrar una fachada alegórica a los productos que la gran refinería producía; era todo color, todo arte, toda creatividad. A ella solo podían acceder los trabajadores de la empresa, con sus esposas o familiares y, previa petición no siempre considerada, algún amigo/a.
Y sin duda era el lugar perfecto para bailar, tomar copas o incluso comer en la feria. Solían ir las mejores orquestas del momento y algún que otro artista importante o popular; alguno de los que sonaban por las radios de entonces.
La Caseta de la Calvo Sotelo rivalizaba, y siempre ganaba, con otras como la de la Peña Luis Miguel Dominguín, o incluso, con la Caseta Municipal que, en contadas ocasiones como la de aquel año, se había situado cortando los pasillos y jardines aledaños a la glorieta del entonces “niño meón”, hoy desaparecida y convertida en la glorieta de “los leones”. Por cierto, ahí pude ver cantar en directo a un reciente ganador del Festival de Benidorm llamado Julio Iglesias. Pero esa es otra historia.
En ese mes de marzo hice las gestiones para que me permitieran, sin cobrar, mostrar mi arte (muy escaso por ser mis comienzos). Era terriblemente difícil. Me decían que no era el lugar idóneo, que la gente iba solo a bailar y no a escuchar, que no podían sentar un precedente para que otros años, otros artistas locales, pidieran lo mismo… En fin, un dilema. No podía rendirme, así que busqué y hablé para que me avalaran otras personas, algunas relacionadas con mi lugar de estudios, el Colegio Salesiano de la ciudad minera. Fue inútil. Visto lo cual, y sin ninguna esperanza, escribí una carta –que al cabo de los tiempos me devolvió mi amigo Julio Bayo- (¿cómo diablos la consiguió?) al responsable de la Caseta, sr. Pedro Unánue, quién debió entender el ansia de un principiante; acaso hasta se compadeció, pero sea como fuere, me citó para un día determinado a las cuatro de la tarde, en la propia Caseta, ya en plena Feria de mayo.
Y hete aquí a un servidor, con sus partituras de piano bajo el brazo, hecho un manojo de nervios, en la Caseta de la Calvo Sotelo.
Cuando entré pregunté por el sr. Unánue quién, amablemente, me saludó y me presentó a los músicos que ese día actuaban. Los músicos, que estaban terminando de comer, ni se inmutaron; es más, noté que hasta les desagradaba hacer algo para lo que no habían sido contratados. Eran cuatro músicos, de largas melenas, y de apariencia hippie: un bajo, un batería, un guitarra y un teclista. Cuando hubieron comido me dijeron que subiera al escenario, que cogiera un micro, y que les entregara las partituras… Lo hice, y empezó el ensayo. Recuerdo que mis canciones eran “mi diario”, que había hecho popular Karina, y “tu cambiarás”, un éxito de Nino Bravo. Pues bien, estos señores músicos no conocían los temas y, aún con la partitura de piano que escasamente reflejaba la melodía, se lanzaron y, más o menos, parecían las canciones que yo quería cantar.
Un solo ensayo, no más. Era un trabajo adicional que no estaban dispuestos a asumir… por la cara.
A las 17,30 horas habíamos terminado y me dijeron que esperase a la hora de abrir la Caseta al público. A primera hora, nueve de la noche, yo actuaría. Y así fue. Cuando apenas había veinte personas, me llamaron y anunciaron: “antes del baile vamos a dar la oportunidad a un chico de Puertollano que canta por primera vez en publico, por lo que rogamos sean comprensivos”.
Salí. Y canté. Y no lo hice mal, pero solo sonaron unos tímidos aplausos de unos recién llegados. No tuve el apoyo de amigos o familiares o conocidos porque no les dejaron pasar al club restringido que representaba la Caseta de la Calvo Sotelo.
Bajé del escenario, después de haber recogido mis partituras, y cuando me encaminaba a dar las gracias a mis improvisados músicos, el que hacía de “jefe” de la banda (curiosamente casi siempre es el guitarrista), me dijo: “danos el 40% de lo que te han pagado”. En ese momento sentí morirme. ¡Querían que les pagase, pensando que había cobrado por cantar dos canciones! Y no se creían que había sido una actuación gratuita y de favor, que no había recibido nada. No sabía como salir de la situación hasta que alguien, que casualmente pasaba por los camerinos, les comentó al oírlo que había actuado sin retribución económica; entonces me dejaron marchar con la obligación de invitarles a unas birras. Algo que hice con dolor de mi corazón, porque se me fue la paga que tenía para toda la Feria.
Fuera de la Caseta, la Feria hervía de algarabía, bullicio, luz y color. La Feria, situada en el centro de la ciudad, en los terrenos terrosos del Paseo de San Gregorio, y las gentes que me encontraba por doquier a cada paso, nunca entenderían que nada ni nadie me quitaría la ilusión de ser cantante, de grabar discos y de dedicarme, pasados los años, a esa bendita profesión de cantante… tan solo tenía 14 años.
@jcmjulian