¿Qué más tiene que ocurrir en España para que Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, se plantee seriamente convocar elecciones? Es una pregunta que muchos ciudadanos formulan en voz alta… y que quizá debería hacerse el propio Sánchez en la soledad de su despacho.
Porque aun cuando su nombre no haya aparecido al menos de forma directa en determinadas investigaciones que rodean a su entorno político, la cuestión no es solo si él sabía o no sabía. La cuestión es quiénes le rodean. ¿En qué momento un presidente del Gobierno puede mirar alrededor y no preguntarse cómo ha llegado a tener un círculo tan erosionado, tan cuestionado y tan incapaz de sostener la confianza pública?
El Partido Socialista un partido histórico, con décadas de servicio a la democracia atraviesa uno de sus momentos más frágiles. Y no por ataques externos, sino por decisiones internas, alianzas impresentables, estrategias erráticas y escándalos que se acumulan como si nadie quisiera afrontarlos más allá de repetir palabras vacías: “paso a paso”, “todo está en orden”, “España va bien”.
El país del “según ellos”: periodistas domesticados, activistas en nómina y políticos de humo con el Gobierno de la mano, el bienestar de los españoles es bueno. Según ellos, vivimos mejor. Según ellos, el paro disminuye. Según ellos, la calidad de vida sube. Según ellos, sus leyes impulsan el crecimiento y la prosperidad.
Y según ellos, cualquier crítica es alarmismo, ruido o exageración.
Pero fuera de ese relato autocomplaciente, la sensación de muchos ciudadanos es completamente distinta: precariedad enquistada, precios inasumibles, falta de control en materia migratoria, inseguridad creciente en determinadas zonas, políticas de igualdad mal planteadas y peor gestionadas, y un discurso oficial alejado de la realidad cotidiana.
En inmigración, el Gobierno presume de gestión mientras los municipios saturados piden auxilio, las llegadas irregulares aumentan y la improvisación es la norma.
En violencia de género, la famosa tecnología de las pulseras vendida como la gran solución fue un fracaso evidente, y la reacción institucional no fue autocrítica, sino cinismo, como se vio en las declaraciones de la ministra responsable.
Y así, asunto tras asunto, la sensación es que se gobierna más para mantener un relato que para resolver problemas reales.
A estas alturas, quizá Pedro Sánchez debería hacerse una pregunta sencilla, cotidiana, casi doméstica:
¿Qué más tiene que pasar en este país para que yo convoque elecciones?
Porque si el escándalo, la corrupción en el entorno, la descomposición interna de su partido y el hartazgo ciudadano no son suficientes, uno ya no sabe si hablar de resistencia… o de puro apego al sillón.
Pero claro, el presidente vive acompañado y muy bien acompañado por todo un ecosistema de voces que le sostienen el relato.
Periodistas que comen de su mano, periodistas que parecen redactados por Moncloa más que por una redacción; profesionales que, oh sorpresa, siempre encuentran argumentos impecables para defender lo indefendible.
Entre medias, la verdad termina siendo la gran desaparecida, porque la verdad, últimamente, parece que no cotiza.
Y luego están ellas: las activistas de plató. Esas señoras que intervienen en tertulias con discursos tan rebuscados que a veces uno se pregunta si han sido redactados por un generador automático de excusas políticas. Siempre buscando el mismo fin: defender a Pedro Sánchez y su gobierno. Pase lo que pase. Caiga quien caiga. Aunque el país se esté tambaleando.
Ni son francas, ni son sinceras. Ni siquiera consigo mismas.
Eso sí, ponen en duda la honestidad ajena mientras elevan la hipocresía a categoría de arte moderno.
Y hablando de hipocresía… ¿cómo olvidar a la señora Montero?
Hace apenas nada, afirmando sin rubor que metía la mano en el fuego por quien hoy está en prisión preventiva. Un personaje que, con su sueldo público, ha logrado un patrimonio que solo se explica con matemática creativa o milagro económico de dudoso origen. Ya sabemos todos de quién hablamos.
Pero lo más sorprendente no fue su defensa cerrada, sino el espectáculo que vino después. Verla ahora, intentando marcar distancia, opinando con gravedad sobre “estos comportamientos”, Es políticamente vomitivo. No hay otra palabra.
Y cómo no, no podía faltar en esta tragicomedia política el señor Rufián. Siempre presente para defender a su Pedro Sánchez. El listo oficial de la política española, maestro en tirar la piedra y esconder la mano, profesional del “yo no fui, pero tú tampoco”.
Presume de principios, pero ¿dónde están los resultados?
¿Dónde está su acción para que quien no puede comer pueda hacerlo?
¿Dónde está su trabajo para que quien duerme en la calle encuentre refugio?
¿Dónde está su compromiso con el que pasa frío en las noches de invierno?
Porque más allá del puente aéreo, entre su Barcelona idealizada y su Cataluña imaginada, España parece darle absolutamente igual. Como si fuera un decorado incómodo en el que tiene que actuar de vez en cuando para mantener protagonismo.
Utiliza la política, sí… pero como herramienta para elevar su popularidad, no para mejorar la vida de nadie. Todo postureo, todo discurso, todo épica de plató. Hechos: cero.
Si la confianza pública sigue desgastándose, y si la distancia entre el Gobierno y la calle continúa agrandándose, la respuesta ya no será cuándo debe convocarlas, sino por qué no lo hizo antes.
España no puede seguir atrapada en un proyecto político sostenido por la inercia, la soberbia y la negación de la realidad. Y si el presidente no lo ve, entonces quizá la pregunta es aún más inquietante:
¿Cuánto daño está dispuesto a permitir antes de asumir que este ciclo político está agotado?
Joaquín G.Cuevas Holgado
